¿Se tiene que subvencionar el seguro sanitario?

Por Guillem López Casasnovas, economista, exconsejero del Banco de España

El seguro privado tendría que ser desgravable en la renta.

En la interfaz de la sanidad pública con la privada, son múltiples las interacciones que afectan al bienestar de la ciudadanía. Entre las más controvertidas se encuentra la de qué tratamiento regulatorio y fiscal se tiene que dar al seguro sanitario privado voluntario (no confundirlo con la sustitutiva, la de los funcionarios Muface, que acceden a coste cero y que será objeto de análisis próximamente). Estamos hablando de un seguro que el ciudadano, o la empresa en nombre del trabajador, abona sin perder la asistencia pública, en la cual mantiene el derecho como ciudadano contribuyente. Como las pensiones privadas, ponemos el caso, para completar las públicas, obligatorias para los cotizantes.

El debate reside sobre si esta forma de seguro voluntario se tiene que subsidiar fiscalmente, bajo el supuesto de que descarga de presión el sistema público, y si se tienen que regular las primas para apaciguar la selección de riesgos en algunos casos.

Sobre estas cuestiones encontramos generalmente posiciones enfrentadas por las cuales es difícil encontrar argumentos lo bastante equilibrados. Unos abogan que, efectivamente, el seguro voluntario sí que sustituye la utilización del sistema público; decongestiona la asistencia pública en algunas cosas y, así, alivia el acceso de los que no quieren o no pueden suscribir aquellas pólizas.

Otros aletean que los que suscriben seguros voluntarios son usuarios muy frecuentes, y que la utilización privada no sustituye la utilización normal –utilización media en igual necesidad– de aquello cubierto públicamente. Si todo el mundo considera la cobertura privada como sobreutilización de recursos sanitarios, no tendría lógica subvencionarla fiscalmente; pero sí si descongestiona en algunas demandas que de lo contrario presionarían todavía más la asistencia pública.

Estamos hablando siempre de curaciones efectivas que el sistema público no ofrece, o bien por el coste relativo o porque incluye elementos de utilidad que siendo valiosos no se quieren sufragar al cien por cien desde la provisión pública. Una especie de copago en la que todo el mundo paga primero y el Estado le devuelve después parcialmente con una desgravación fiscal.

En los justos términos del debate, cabe subrayar que el subsidio nunca sería a tipo nominal del impuesto que desgrava (ayer el IRPF, hoy el impuesto de sociedades), y más cuando no todas las empresas pueden aplicar desgravaciones a causa de los topes existentes, o no las necesitan por la acumulación de otros gastos fiscales –como con las minusvalías poscrisis–.

Por otra parte, no es fácil identificar el grado de ajuste de la utilización que provoca la lista de espera o asegurarse adicionalmente de unos y otros, en igual necesidad, hecho esencial para hacer buena la comparativa. Sin racionar vía precios, los costes de oportunidad de unos y otros para hacer cola dependen de muchos factores, y no todos ellos vinculables al estatus social, como la edad, el hecho de que se trate de profesionales autónomos o asalariados, la aversión al riesgo del paciente o la angustia que causa la enfermedad.

En todo caso, permanece del seguro complementario el eterno problema de cómo afronta el sistema público el tratamiento de algo diagnosticado privadamente. De manera similar con respecto a la prescripción de medicamentos procedentes de profesionales que, legalmente, compatibilizan asistencia pública y privada. Sabemos que estas son fuente de desigualdad, pero que el sistema no sabe cómo confrontar y simplemente los ignora.

Cabe decir que, en todo caso, aquello que el sistema público no provee de acuerdo con la expectativa del paciente –no por falta de efectividad, sino por coste elevado, no se queda prohibido en una sociedad democrática. Y es que, ademanes a que quien quiera acceder lo haga privadamente, quizá mejor darle un surco controlado. Siempre una prima de seguros es más solidaria que un pago directo (por aquello de que quien tiene más suerte y no necesita la cobertura subsidia a quien está peor), y regular primas fuera del riesgo actuarial individual, haciéndolo de manera colectiva, como en las primas de empresa, tiene que ser más redistributivo que hacerlo en términos individuales.

No parece clara, finalmente, la asociación a menudo postulada que a mayor seguro voluntario, menor aceptación a pagar impuestos para mantener el sistema sanitario público. Si ya no resulta clara hasta aquella hipótesis, incluso en un país como Suecia, donde ha crecido mucho el seguro voluntario –allí en momentos de impuestos que van a la baja–, menos todavía quizá en nuestro país, en un momento de incrementos de presión fiscal. Que no hubiera tal asociación se podría deber al hecho de que el seguro privado complementa servicios menos graves, y se mantiene la confianza en la capacidad del sistema público para las patologías más complejas.

En conclusión, bajo las premisas anteriores y el estado actual de financiación sanitaria pública, un seguro sanitario privado complementario en prestaciones sanitarias efectivas debería en su caso de ser desgravable tanto en el impuesto sobre la renta de las personas físicas como de las jurídicas. Y si las condiciones comentadas no se dan, no lo tendría que ser en ninguno de los dos casos.

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