Las soledades de la mediana edad

Por Patricia Fernández Martín, psicóloga clínica.

Entre los 40 y los 60, con las insatisfacciones vitales al acecho, pueden aparecer las soledades no deseadas. Comprenderlas y combatirlas van de la mano.

La mediana edad —entre los 40 y los 60 años, aproximadamente— es una fase vital de adaptación continua a cambios que pueden ser elegidos o no. En esta etapa conviven sentimientos contradictorios: la satisfacción de haber concluido proyectos personales, la sensación de que las expectativas no se han cumplido o la incertidumbre ante un futuro aún en desarrollo o transición. Es considerada como la época más baja de satisfacción vital, porque, como decía Ignacio Peyró en una de sus recientes columnas: “El tiempo va redimensionando la felicidad hasta que ya consiste en que no te pase nada horrible”.

Este periodo de la vida es un momento sensible a la soledad no deseada. Expertos como Weiss o Cacioppo la definen como una condición psicológica caracterizada por una profunda sensación de vacío, inutilidad, falta de control y amenaza personal. La repercusión emocional de la soledad no deseada depende de que se trate de un sentimiento frecuente, incluso crónico, o puntual. En España, se ha impulsado un observatorio estatal para su estudio (soledades.es). Según sus cálculos, esta afectaría al 13,4% de la población general y al 12% de la de mediana edad. La economista Noreena Hertz señala en El siglo de la soledad múltiples cambios sociales y culturales asociados a estas cifras: el auge de las redes sociales que disminuye el número de contactos cara a cara, el avance del individualismo por encima de la conexión profunda con los demás, el teletrabajo, los cambios en el modelo familiar, la dispersión geográfica, el aumento de las personas que viven solas, el poco compromiso con las actividades comunitarias y la pérdida de los ritos sociales.

El sentimiento de soledad varía entre las personas porque tiene un componente subjetivo. Sería más conveniente hablar, por tanto, de soledades que de soledad. Pero existe cierto consenso en categorizar tres tipos: la social, la existencial y la emocional. La soledad social caracteriza más a aquellos con dificultades en las habilidades sociales, con tendencia al aislamiento y con una carencia en la red de apoyo. Está vinculada a los tipos de apego y a traumas. Le influyen las desigualdades sociales y económicas, y está relacionada con la exclusión social, según el experto en psicogerontología Feliciano Villar.

La soledad existencial se caracteriza por una desconexión de uno mismo, además de los otros. Predominan sentimientos de aislamiento, alienación, vacío, abandono o miedo. Existe una falta de sentido o de proyecto vital. Prevalece más entre los que se enfrentan a pérdidas, como separaciones y divorcios, desempleo y dificultades en asumirlo (que afecta especialmente a los varones), viudedad temprana, cambios de residencia o problemas de salud. Hay otro perfil que, aunque no haya tenido pérdidas, siente que su proyecto de vida no se ha cumplido en la pareja, familia o empleo. Estas personas hacen una comparación constante entre la vida que llevan y la vida que deseaban.

Por último, la soledad emocional la experimentan los que acarrean una sobrecarga de responsabilidades en diferentes ámbitos. Por ejemplo, los cuidadores, que tienen la sensación de no llegar a todo: sufren porque el bienestar personal depende del bienestar de los otros (hijos, amigos, padres). Esto genera una sensación de sentirse atrapados. También se relaciona con la sensación de sentirse solo a pesar de estar acompañado.

Si este sentimiento de soledad no deseada en la mediana edad se cronifica, puede ocasionar que la vejez no se viva de manera plena, afectando a la salud y al bienestar. El libro La soledad: Comprenderla y gestionarla para no sentirse solo, de Giorgio Nardone, aporta algunas recomendaciones. La primera sería reconocer la soledad y aceptarla. La segunda, comprender por qué uno se siente así y pensar en los comportamientos que perpetúan el problema. La tercera, fomentar experiencias de conexión, vinculación, pertenencia, cercanía e intimidad.

Para las personas que experimentan mayor soledad social puede ser conveniente el aprendizaje de habilidades sociales o la modificación de patrones cognitivos desadaptativos (“nadie va a hablar conmigo”). Los que sufren soledad existencial, la solución no pasa solo por fomentar relaciones, sino por ser capaces de vivir mejor con la propia soledad o empoderarse teniendo nuevos proyectos de vida. Esto significa reconvertirla en una experiencia más serena, como señala Francesc Torralba en El arte de saber estar solo. También resulta útil ofrecer apoyo y sentirse útil para los demás. La mejor convivencia con la soledad emocional implicaría replantearse los proyectos y compromisos familiares, laborales o comunitarios.

Pero gestionar mejor la soledad no solo depende de la voluntad individual. Implica fomentar la arquitectura comunitaria e incluir a organismos públicos y sociales que transformen la sociedad con iniciativas que aumenten la conexión social y favorezcan sentimientos de pertenencia. La soledad no es un tsunami, ni una enfermedad, sino algo que todos sentimos a lo largo de nuestra vida unida a nuestra condición de seres vulnerables, como dice el psicólogo Javier Yanguas. Quizás, el mayor desafío sea aceptar la propia vulnerabilidad. J.M.S.LL

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