La inteligencia artificial va al psicoanalista

Hay que fortalecer el pensamiento crítico para corroborar la fiabilidad de la IA.

Por José Antonio Marina, pedagogo.

En los años cincuenta, el paradigma conductista en psicología –que estudiaba solo la conducta observable– fue sustituido por el “paradigma cognitivista”, interesado en los procesos mentales que sucedían en la “caja negra” de nuestro cerebro. La tecnología de la computación estaba en auge y el deseo de simular mediante una máquina procesos cognitivos forzó a describir estos de una manera más precisa. El ordenador era una máquina tonta que se limitaba a seguir las instrucciones que el programador le daba, lo que exigía a este no saltarse ningún paso, por trivial que pareciera.

Los avances actuales de la inteligencia artificial (IA), en especial ChatGPT, también están permitiendo comprender mejor cómo funciona el cerebro humano, que es en realidad un sistema GPT (Generative Pre-Training Transformer). Al igual que el cerebro humano, esta tecnología genera textos basándose en gigantescos bancos de datos y en procedimientos sintácticos para manejarlos. La máquina no entiende lo que hace, y esto le sucede también a nuestro cerebro. Los mecanismos que preparan una frase –o cualquier fenómeno mental– no son conscientes. El cerebro no conoce la frase que está formando. Somos conscientes de ella en el momento de la enunciación. Por eso tenía razón E.M.Forster cuando hacía decir a uno de sus personajes: “¿Cómo voy a saber lo que pienso, si aún no lo he dicho?”

Los programas ChatGPT 3 y 4 funcionan por aprendizaje por reforzamiento, como nosotros. Es el procedimiento que estudió B. F. Skinner, para muchos expertos el psicólogo mas influyente del siglo XX, seguido de Piaget y Freud. El cambio más radical en la inteligencia artificial se dio cuando los programadores, en vez de dar instrucciones a la máquina, le ofrecieron premios (refuerzos) para que ella se las ingeniara para alcanzarlos.

Los expertos en este difícil tema afinan mucho y distinguen entre premios y valores. Ambos tienen el carácter de fin –aunque bajo la forma de un número en una ecuación– y, hasta el momento, esa finalidad se la proporciona el programador. Por sí solos, los programas no tienen metas. Me parece una buena introducción a este tema el libro Reinforcement learning: an introduction, de Andrew Barto (del Autonomous Learning Laboratory) y Richard S. Sutton (investigador de Deep Mind).

Cuando un programa no sigue instrucciones, sino que busca alcanzar premios, podemos dejar de saber lo que está haciendo la máquina, qué datos ha manejado, qué patrones ha encontrado, qué transformaciones y extrapolaciones ha hecho. Cuando se pide a los expertos en IA una “transparencia algorítmica”, se está haciendo una petición imposible de satisfacer. Los investigadores de OpenIA que han diseñado el ChatGPT acaban de reconocer que no saben cómo el programa toma decisiones. Es inevitablemente opaco. Esto es lo que ha producido a muchos un estremecimiento de pánico, y quiero explicarles por qué a mí no me lo ha producido: porque nuestro cerebro hace exactamente lo mismo.

No sabemos cómo tomamos decisiones, por qué se nos ocurren unas cosas en vez de otras, de dónde vienen nuestras preferencia y deseos, por ejemplo la orientación o la identidad sexual. Sigmund Freud escribió: “Durante toda mi vida he procurado ser honesto. No sé por qué”. Para saberlo, inventó el psicoanálisis. Quería descubrir el telar inconsciente donde se tejían nuestras ideas y sentimientos.

Las teorías actuales sobre la inteligencia admiten un inconsciente, aunque no freudiano. Si les interesa este “nuevo inconsciente”, pueden leer los trabajos de John Bargh. Esa expresión designa el conjunto de operaciones mediante las cuales el cerebro capta y maneja información. Poco a poco vamos descubriendo cómo lo hace, pero es tan opaco como los programas GPT. Lo que ocurre es que el cerebro humano ha inventado un sistema de seguridad que le permite no fiarse de ese portentoso trabajo de nuestro “inconsciente cognitivo”. Parte de sus resultados pasan a estado consciente y a partir de él podemos someterlos a una prueba de fiabilidad. ¿De dónde ha sacado los datos?¿Cómo sabemos si el proceso es fiable?¿Podemos reproducirlo? La inteligencia artificial carece de esa capa superior, y debemos proporcionársela nosotros. Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía, ha denominado a estos dos niveles de la inteligencia humana Sistema 1 (no consciente, automático, rápido, eficaz, pero no fiable) y Sistema 2 (reflexivo, racional, lento, fiable). En mis libros defiendo una teoría parecida de la inteligencia, pero llamo a esos niveles “inteligencia generadora o computacional” e “inteligencia ejecutiva”.

Pondré un ejemplo de este modelo de inteligencia dual. Henri Poincaré, considerado el gran matemático de su época, contó que, harto de bregar con un complicado problema, decidió dejar el trabajo y distraerse con un viaje. En un momento de la excursión, cuando no estaba pensando en las ecuaciones, la solución apareció en su conciencia. Esa aparición espontánea le intrigó. Si él no había estado pensando conscientemente en el problema ¿quién lo había resuelto? Su conclusión fue que había sido su incansable “inconsciente cognitivo”, al que consideró desde entonces como la fuente de las creaciones matemáticas. Había, sin embargo, un problema. Esas creaciones podían estar equivocadas. Había que someterlas a una crítica consciente antes de aceptarlas como verdaderas.

Esta es nuestra situación ante la inteligencia artificial. Si queremos ser rigurosos, tendremos que corroborar de alguna manera la fiabilidad de sus resultados. Eso exige fortalecer el pensamiento crítico. Cuanto más potentes sean los mecanismos de la IA, más potente tendrá que ser el pensamiento crítico que los evalúe. De la misma manera que Freud quería llevar a sus pacientes al diván para intentar descubrir el origen de sus sueños o de sus ideas, tendremos que llevar a la IA al psicoanalista.

El gran peligro es el “emperezamiento” de la inteligencia humana. Son tan prodigiosos los alardes de la IA que podemos ir delegando en ella funciones esenciales. Harari y Fukuyama temen una intoxicación de “facilidad”. Estamos de hecho asistiendo en el mundo intelectual a un debilitamiento del pensamiento crítico, que nos hace más dependiente de las máquinas. Caemos en un error ingenuo si imaginamos esta situación como una película de ciencia ficción en que los humanos acabarán siendo siervos de las máquinas. No. Los humanos solo pueden ser siervos de otros seres humanos que utilizan máquinas.

A pesar del progreso de los “sistemas autónomos”, su autonomía es limitada , no solo por razones del suministro de energía que necesitan, sino porque sus sistemas de preferencias han de estar diseñados por humanos, como he mencionado antes. Lo que llamamos inteligencia artificial es en realidad un híbrido máquina + componente humano. No debemos caer en el timo de la autonomía de la inteligencia artificial, porque si acabamos convenciéndonos de que las máquinas son autónomas y todopoderosas, provocaremos una “profecía que se cumple por el hecho de enunciarla”. Temblaremos ante las máquinas, en vez de temblar ante las personas que usan las máquinas. O sea, que les dejaremos el campo libre.

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