En la naturaleza hay una red eléctrica formada por bacterias

En la naturaleza hay una red eléctrica formada por bacterias

La era de la electricidad nació el 4 de septiembre del 1882 a las tres de la tarde. Cuando la Edison Illuminating Company puso en marcha su central eléctrica de Pearl Street, cobró vida una red de cables de cobre que empezó a suministrar corriente eléctrica a varios edificios del barrio. Uno de ellos acogía The New York Times. Cuando se hizo de noche, los periodistas estaban de lo más contentos con la luz ininterrumpida de las bombillas eléctricas de Thomas Edison. Como explicaban en un artículo publicado al día siguiente: “La luz era suave, dorada y agradable a la vista; casi era como escribir a la luz del día “.

Pero resulta que la red eléctrica ya la había inventado la naturaleza. En 1882 ya había miles de kilómetros de cables instalados bajo tierra en la región de Nueva York: en los campos, en las marismas y en el fondo de ríos fangosos. Y los cables los habían creado unos microbios que los utilizaban para conducir electricidad.

Un metabolismo extraño

Hasta hace un par de décadas las bacterias electroactivas eran unos totales desconocidos para la ciencia. Pero ahora que los científicos saben qué deben buscar, descubren esta electricidad natural en gran parte del mundo, incluso en el fondo del mar. Estas bacterias alteran ecosistemas enteros y pueden ayudar a controlar la química de la Tierra. “No me gustaría que me tomaran por loco, pero tenemos un planeta eléctrico”, afirma John Stolz, microbiólogo de la Universidad de Duquesne, en Pittsburgh.

A mediados de los ochenta, Stolz colaboraba en el estudio de un microbio desconcertante, pescado por su colega Derek Lovley en el río Potomac. El microbio, llamado Geobacter metallireducens, tenía un metabolismo extraño. “Tardé seis meses en encontrar la manera de cultivarlo en el laboratorio”, explica Lovley, ahora microbiólogo de la Universidad de Massachusetts, en Amherst.

Como nosotros, el Geobacter se alimenta de compuestos de carbono. Cuando nuestras células se descomponen estos compuestos para generar energía, sueltan unos electrones que transfieren a los átomos de oxígeno, con lo cual se producen moléculas de agua. El Geobacter, sin embargo, no podía utilizar oxígeno porque vivía en el fondo del Potomac, donde este elemento escaseaba. Lovley y sus colegas descubrieron que el Geobacter transfiere sus electrones al óxido de hierro o óxido. El proceso ayuda a convertir el óxido en otro compuesto de hierro, llamado magnetita. Este descubrimiento planteó un enigma a los científicos. Los humanos introducimos oxígeno a nuestras células para utilizarlo, pero el Geobacter no coge óxido de hierro. Así pues, de alguna manera el microbio debe sacar de su cuerpo celular los electrones y unirlos a las partículas de óxido de hierro. ¿Cómo?

Los investigadores han batallado durante años para encontrar la respuesta a esta pregunta. Al final, John Stolz decidió dedicarse a estudiar otros microbios. Pero Lovley no aflojó. A lo largo de los años, él y sus colegas han encontrado ejemplares de Geobacter en muchos lugares lejos del Potomac, incluso en petróleo extraído de pozos muy profundos. Según Lovely, “en realidad, hay en todas partes”.

Cables vivientes

A comienzos de la década pasada, el equipo de Lovley descubrió que el Geobacter era capaz de detectar el óxido que había cerca de ellos. Y, como reacción, al microbio le crecían una especie de pelos. El doctor Lovley pensó que quizás estos pelos, denominados pili (pilus en singular), eran en realidad cables que se adherían al óxido. A través del cable, los electrones podían pasar desde la bacteria hasta el óxido receptor. “En aquel momento parecía una idea alocada”, comenta Lovley. Pero él y su equipo encontraron indicios que apuntaban a que, en efecto, el pilus era un cable viviente. Hicieron un experimento y, cuando impidieron que el Geobacter produjera pili, las bacterias fueron incapaces de convertir el óxido en magnetita. En otro experimento, Lovley y sus colegas tomaron unos pili arrancados de las bacterias y los tocaron con una sonda eléctrica: la corriente pasó al instante por los pelos.

Investigaciones posteriores han revelado que, para ganarse la vida, el Geobacter aprovecha los cables de más maneras. No sólo se puede conectar directamente con el óxido, sino también con otras especies de microbios. Los compañeros del Geobacter reciben con los brazos abiertos el flujo de electrones que les llega y lo utilizan para alimentar sus propias reacciones químicas, que convierten el dióxido de carbono en metano.

Estos descubrimientos abrieron la puerta a la posibilidad de que otras bacterias hicieran también incursiones en el campo de la electricidad. Y estos últimos años los microbiólogos han descubierto varias especies que, en efecto, hacen. “Cuando se puede profundizar a nivel molecular, encontramos diferencias de estrategia muy importantes -dice Jeff Gralnick, de la Universidad de Minnesota-. Los microbios han resuelto este problema con métodos diferentes “.

Al principio de la década pasada, un microbiólogo danés llamado Lars Peter Nielsen descubrió una manera muy diferente de crear un cable microbiano. Cogió un poco de barro de la bahía de Aarhus y se lo llevó a su laboratorio. Al barro puso unas sondas para observar las reacciones químicas de los microbios. Como recuerda Nielsen: “La cosa siguió una evolución muy extraña”. Observó que en la parte inferior del barro se acumulaba un gas maloliente llamado sulfuro de hidrógeno. Esto no era sorprendente: en profundidades sin oxígeno, los microbios pueden producir cantidades enormes de este gas. Normalmente, el gas sube a la superficie, donde las bacterias que respiran oxígeno descomponen la mayor parte.

 Pero el sulfuro de hidrógeno del barro de Aarhus no subió nunca a la superficie. Desaparecía cuando faltaban más o menos dos centímetros y medio para llegar a la parte de arriba del barro; algo lo destruía por el camino.

Después de semanas de perplejidad, una noche Nielsen se despertó con una idea: si las bacterias situadas abajo del todo del barro descompusieran sulfuro de hidrógeno sin oxígeno, producirían electrones adicionales. Esta reacción sólo pasaría si se deshacen de los electrones. Quizás los transferían a las bacterias de la superficie. “Pensé que posiblemente lo hacían con cables eléctricos: así se explicaría todo”, dice. Así pues, Nielsen y sus colegas buscaron cables y terminaron encontrándolos. Pero los cables del barro de Aarhus eran diferentes de todo lo que se había descubierto hasta entonces.

Los cables suben en vertical a través del barro y tienen una longitud de unos 5 centímetros. Y cada uno de ellos está formado por miles de células apiladas unas sobre otras, como una torre de monedas. Las células fabrican a su alrededor una funda de proteínas que conduce la electricidad. Cuando las bacterias del fondo descomponen el sulfuro de hidrógeno, sueltan electrones, que suben a la superficie a través de las bacterias que hacen de cable. Allí, otras bacterias -del mismo tipo que los del fondo, pero con una reacción metabólica diferente- usan los electrones para combinar oxígeno e hidrógeno y producir agua.

Resulta, sin embargo, que estas bacterias que hacen de cable no son exclusivas de Aarhus, porque Nielsen y otros investigadores han encontrado -como mínimo seis especies- en muchos otros lugares del mundo, en charcos y llanuras de marea, fiordos, humedales, manglares y praderas submarinas.

Y las bacterias de este tipo se multiplican hasta conseguir una sorprendente densidad. Un sedimento de 2,5 centímetros cuadrados puede llegar a contener casi 13 kilómetros de cables. Al final Nielsen aprendió a detectar estas bacterias a simple vista. Sus cables parecen el hilo de una telaraña brillante al sol.

¿Una nueva tecnología?

De hecho, los microbios electroactivos son tan abundantes que los investigadores ahora sospechan que tienen profundas repercusiones en el planeta. Por ejemplo, las corrientes bioeléctricas pueden transformar unos minerales en otros y fomentar así el crecimiento de otras especies. Algunos investigadores han especulado sobre la posibilidad de que los microbios electroactivos contribuyan a regular la química de los océanos y la atmósfera. “A mí, eso me ayuda a recordar que siempre estamos dispuestos a pasar por alto las cosas que no podemos imaginar”, dice Nielsen.

Sobre estos microbios todavía hay muchas cosas que están poco claras y son objeto de debate. En abril, el físico de la Universidad de Yale, Nikhil S. Malvankar y sus colegas, cuestionaron la conclusión de Lovley sobre el Geobacter y el uso de los pili como cables. Las investigaciones de Malvankar indican que las bacterias se sirven de una estructura diferente para bombear electrones: un cable construido a partir de unos elementos llamados citocromos. Los citocromos son importantes para mover los electrones en el interior de las células, pero hasta ahora nadie sabía que se podían apilar unos sobre otros para formar un cable conductor. “Nunca había habido un material como este”, dice Malvankar.

Sarah Glavin, bióloga e investigadora del Laboratorio de Investigación Naval de los Estados Unidos, que no ha participado, considera que el nuevo estudio es convincente: “Me lo creo absolutamente. La pregunta es: ¿sólo es una parte del enigma? “Según Glavin, es posible que el Geobacter utilice ambas estructuras para mover electrones. O tal vez una de ellas sirve para una función diferente y sólo conduce electricidad cuando está en manos de un científico.

Las respuestas a estas preguntas son muy importantes para los científicos que trabajan con bacterias electroactivas para desarrollar nuevos tipos de tecnología. En la Universidad de Cornell, Buz Barstow y sus colegas están investigando la posibilidad de conectar bacterias en paneles fotovoltaicos. Los paneles capturarían la luz solar y generarían un rayo de electrones. Los electrones pasarían por los cables microbianos a una especie de bacteria llamada shewanella, que aprovecharía la energía para convertir el azúcar en combustible.

Todavía es un sueño muy lejano. De momento, Barstow intenta descubrir el mecanismo biológico mediante el cual el shewanella transporta los electrones desde sus cables hasta las moléculas que utiliza para su metabolismo. Pero está tan fascinado por la elegancia de las bacterias electroactivas que considera que vale la pena intentarlo.

Otros investigadores estudian la posibilidad de utilizar estos filamentos como sensores. Por ejemplo, una pulsera con cables incrustados podría controlar la salud de las personas descargando corriente eléctrica cuando detectara cambios químicos en el sudor. Lovley y sus colegas están manipulando genéticamente el Geobacter para agregar a sus pili unos ganchos moleculares capaces de pillar unas moléculas determinadas.

Una de las muchas ventajas que podrían tener los cables vivientes es que serían más respetuosos con el medio ambiente que los fabricados por los humanos. Como dice Lovley: “Para hacer muchos de estos materiales electrónicos hace falta mucha energía y productos químicos nocivos y, encima, no hay ninguno biodegradable”. Las bacterias, en cambio, prácticamente pueden fabricar cables sólo con azúcar. Y cuando llega el momento de tirarlos, se convierten en alimento para otros microbios.

Nielsen, que ahora dirige el Centro de Electromicrobiologia de la Universidad de Aarhus, dice que de momento no quiere tomar parte en la carrera tecnológica. Todavía nos queda mucho por saber sobre estos microbios. Como él mismo dice: “Cuando hayamos averiguado con que se hacen estos cables y cómo funcionan, quizás aparecerán un montón de posibles aplicaciones”. Carl Zimmer.

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