El error histórico de XI

Un país centralizado y autoritario que exige sumisión a su único emperador no podrá ser nunca líder mundial

Por J. Bradford DeLong, ex secretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas de Estados Unidos (NBER).

A finales del mes pasado, el actor estadounidense John Cena presentó una humillante petición pública de disculpas por haberse referido a Taiwán como un “país” en una entrevista en la que promocionaba su última película. Si bien usó el término en referencia al mercado de productos audiovisuales (no a la situación de la isla de Taiwán en el derecho internacional), el Gobierno chino no hace distinciones de esa naturaleza.

¿Qué conclusión podemos extraer de este incidente que tuvo a Cena como protagonista? Es evidente que la globalización salió muy mal. Las restricciones a la libertad de expresión dictadas por el Gobierno autoritario de China no rigen solamente dentro del país, sino también (y cada vez más) en el mundo exterior. Incluso en mi experiencia cotidiana, observo que mucha gente ahora habla de forma elíptica, elusiva y eufemística en relación con la China contemporánea.

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Yo también podría hacerlo. Podría señalar con sutileza que ningún imperio tuvo nunca más de cinco buenos emperadores seguidos, y que es importante que una sociedad guarde un lugar a críticos bienintencionados, como el funcionario chino del siglo XVI Hai Rui, el líder militar de principios de la era comunista Peng Dehuai y el reformador económico Deng Xiaoping. Pero prefiero hablar con franqueza sobre las cuestiones reales que hay detrás de las disputas terminológicas por Taiwán.

En mi opinión, a China le conviene que el Gobierno en Taipéi siga siendo la única autoridad en la isla, para que esta pueda seguir una senda institucional y de gobernanza distinta a la de la República Popular. Y también le conviene que en Hong Kong siga habiendo otro sistema. El Gobierno en Pekín debería darse cuenta de que un grado importante de autonomía regional (sobre todo en aquellas áreas donde la etnia han no es mayoritaria) es favorable a sus ambiciones a largo plazo.

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La horrorosa y trágica historia del siglo XX en materia de genocidio, limpieza étnica y asimilación forzada sugiere que una sinificación imperial impuesta desde arriba sembrará resentimientos que durarán generaciones y creará condiciones para que haya problemas graves en los años y décadas venideros. La humanidad ya es bastante madura para saber que la diversidad, la autonomía regional y el cosmopolitismo son mejores que sus alternativas. Un régimen interesado en guiar al mundo hacia un futuro mejor debería ser particularmente consciente de ello.

Pero el actual líder supremo de China, Xi ­Jinping, desea más bien centralizar la autoridad en Pekín. Temeroso, y con razón, del afán por hacer carrera y la corrupción en el Partido Comunista de China, no busca una Revolución Cultural, sino un Renacimiento Cultural que restaure valores igualitarios y aspiraciones utópicas en la dirigencia del país. Extremadamente confiado en su capacidad para interpretar la situación y dar las órdenes correctas, su principal preocupación es que estas no se implementen bien. Y al parecer concluyó que la solución pasa por aumentar la concentración de poder.

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Pero incluso si hizo el cálcu­lo táctico correcto a corto plazo, la forma en que evolucionan las organizaciones dirigistas autoritarias permite asegurar que su estrategia terminará mal.

Es un enorme error ignorar los beneficios que traería una mayor autonomía regional. Imaginemos una historia alternativa, en la que el Ejército Popular de Liberación hubiera capturado Hong Kong y Taiwán en 1949; en la que a Sichuan no se le hubiera permitido implementar programas piloto de reforma en el año 1975 (cuando se designó a Zhao Ziyang como secretario provincial del partido); en la que la centralización de China hubiera avanzado al punto de impedirle al Distrito Militar de Guangzhou ofrecer a Deng un lugar donde refugiarse de la ira de la Banda de los Cuatro en el año 1976. ¿Cómo sería la economía de China actualmente?

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Sería un caso perdido. En vez de disfrutar un veloz ascenso a la condición de superpotencia económica, a China la compararían con países como Birmania o Pakistán. Cuando en 1976 murió Mao Zedong, China era un país empobrecido y sin timón. Pero se puso de pie tomando el ejemplo de las clases empresariales y de los sistemas financieros de Taiwán y Hong Kong, reproduciendo las políticas de Zhao en Sichuan y abriendo zonas económicas especiales en lugares como ­Guangzhou y Shenzhen.

Algún día China tendrá que elegir entre diversas estrategias y sistemas de gobierno. Es razonable suponer que depender de los decretos de un líder supremo vulnerable a las lisonjas de los que quieren hacer carrera a la sombra del poder no producirá buenos resultados. Cuanto más se centralice China, más sufrirá. Pero si las decisiones sobre políticas e instituciones se basan en un consenso aproximado entre observadores sagaces y dispuestos a imitar las prácticas y experimentos de regiones exitosas, China prosperará.

Una China con muchos sistemas distintos que explore diferentes rutas posibles hacia el futuro tal vez tenga una oportunidad de convertirse en líder mundial y demostrarse digna de ese papel. Una China centralizada y autoritaria que exige sumisión a un emperador único nunca tendrá esa oportunidad.

© Project Syndicate, 1995-2021. Traducción de Esteban Flamini.

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