¿Por qué las personas nos hacemos daño unas a otras?

Por DAVID DORENBAUM, psiquiatra.

Un proyecto de investigación estudia los mecanismos biológicos, neurológicos y psicológicos detrás de la agresión. El objetivo: poder gobernar y reducir la violencia.

Hay una pesadez en la relevancia que la agresión ha asumido para nosotros ahora, en todo el mundo. Es un tema importante en este momento. Nos habla de un problema que he estado investigando y hubiese querido que no fuera tan relevante”, dice David Chester, de la Virginia Commonwealth University, en Estados Unidos, donde es director de uno de los pocos laboratorios dedicados al estudio de la biología de la agresión. “Para reducir la violencia, primero debemos entender más profundamente por qué las personas son violentas. El objetivo de nuestro laboratorio es reducir la violencia, para eso estamos aquí. Al poner al descubierto los procesos psicológicos y neurológicos subyacentes, podemos obtener tracción sobre cómo hacerlo”, dice.

“Evolutivamente somos una especie avanzada, pero en última instancia nos hacemos daño unos a otros”, ahonda Chester. “La agresión está al frente de nuestras vidas; sin embargo, caracterizarla no es sencillo. En nuestro laboratorio la definimos como el impulso de lastimar a alguien que no quiere ser lastimado; no tienes necesariamente que haber causado daño, con la pura intención es suficiente: quise golpearte y no querías que te lastimaran. Hay veces que queremos ser lastimados —como cuando pido comida picante en un restaurante—; sin embargo, en el caso de la agresión, la víctima no quiere ser lastimada”.

Como el altruismo, o cualquier otro patrón de comportamiento social, la agresión es compleja y multifactorial, hay un componente genético, y el engranaje del cerebro es el que la activa. “Pero la biología no es destino”, enfatiza Chester. Es imposible pretender que los instintos agresivos no se encuentran en el corazón de nuestro ser, son nuestra herramienta para sobrevivir. Decir que la agresión es del todo negativa sería una simplificación excesiva. Algunas agresiones son favorables, como en el caso de la autodefensa, o el juego de los niños, que tiene un elemento de agresión controlada, no destructivo. “Sólo si sabemos que el niño desea derribar la torre de ladrillos, le resulta valioso comprobar que puede construirla”, apunta el psicoanalista Donald Winnicott.

Es claro que la agresión es un rasgo común en el reino animal, a menudo toma formas complejas y cumple una amplia gama de funciones que mejoran la supervivencia y la reproducción. No hay una contradicción inherente aquí: la agresión puede ser moralmente sancionada y, al mismo tiempo, un producto de la adaptación biológica. Sin embargo, los humanos no aparentamos estar particu­larmente adecuados para una vida de violencia, aunque difícilmente podríamos decir que somos apacibles. El asunto se agrava por el hecho de que somos criaturas omnívoras, físicamente débiles, carentes de garras y pico, lo que hace difícil matar a otro sin armas artificiales.

La agresión habita en nuestro cerebro de forma innata, Freud lo capta en El malestar en la cultura: “La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que solo osaría defenderse si fuera atacado, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad… Homo homini lupus [el hombre es el lobo del hombre]”. Chester y colaboradores han descubierto que funciona en los mismos circuitos neuronales que otros comportamientos adictivos, como la cocaína y la participación en conductas sexuales de riesgo. “Convencionalmente, se entiende que la agresión suele estar impulsada por emociones negativas, como la ira o el miedo. Nuestro laboratorio ha demostrado que eso es cierto, las emociones negativas están ahí”, dice Chester, “pero las emociones positivas también desempeñan un papel central en el comportamiento agresivo, la agresión puede sentirse bien, y esa recompensa hedónica es una fuerza motivadora realmente poderosa”.

¿Cómo explicar los sentimientos positivos asociados con la agresión? Chester especula que la evolución favorece los rasgos neurobiológicos y psicológicos que nos ayudan a lograr ciertas metas, como encontrar pareja, procurarnos recursos y alcanzar un estatus. El cerebro está programado para recompensarnos y reforzar comportamientos que, a lo largo de nuestra historia evolutiva, nos han sido de utilidad. Piensa que probablemente comenzó con un impulso depredador: “El mismo impulso fundamental que orienta al lobo hacia el conejo, y que en los psicópatas ha ido demasiado lejos: ven a todos los demás como presas”.

“No podemos ignorar nuestros impulsos agresivos, no es buena idea hacerlo. Necesitamos transformarlos en fuerzas que sean útiles, aceptar que están ahí para quedarse”, concluye Chester. Cuando experimentamos emociones negativas intensas acompañadas de excitación y estamos frustrados, enojados, o nuestro entorno de seguridad se ve amenazado, es más probable que agredamos. Sin embargo, si tomamos conciencia de lo que estamos sintiendo, podríamos intentar dirigir la energía hacia la activación de otros comportamientos sociales que nos permitan transformar ventajosamente la agresión.

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