La otra pandemia. José R. Ubieto , psicólogo clínico

José R. Ubieto , psicólogo clínico

Algunos estudios calculan que 770 millones de mujeres son agredidas cada año por su parejas y exparejas, cifra de proporciones epidémicas. El informe Global study on homicide. Gender-related killing of women and girls de la ONU muestra que cada año 50.000 mujeres son asesinadas en el contexto de la violencia machista. En España, la media de feminicidios supera los 60 anuales.

El confinamiento ha agravado la situación al aumentar el aislamiento y las barreras que dificultan la solicitud de ayuda y la denuncia, lo cual ha tenido como consecuencia directa el aumento de esta violencia. La paradoja es que la disminución de las denuncias y de los asesinatos puede inducir al error de que ese aumen­to no se ha producido. Más bien, se ha invisibilizado y acotado en la privacidad de muchos hogares.

El silencio es un cómplice eficaz de la violencia, fórmula que conocen bien los grupos mafiosos, siempre proclives a la omertà. En nuestro país solo se denuncia un 25%-28% de los casos, tal como refleja la comparación de los datos de los informes del CGPJ sobre las denuncias con los de las macroencuestas sobre violencia machista.

María, madre de tres hijos y separada de un marido que la violentaba y al que no denunció por miedo, perdió su trabajo en marzo, cuando cerraron la empresa en la que limpiaba. Inmigrante, apenas tiene familia aquí que pueda ayudarla en el cuidado de sus hijos, lo que le ha impedido encontrar otro trabajo estable. Antes podía pagar un canguro, ahora solo encuentra tareas intermitentes y mal pagadas. Cuando empezó el curso, se contagió y tuvieron que confinarse y sobrevivir con las ayudas sociales. Insuficientes para el alquiler, ahora tiene la angustia añadida de un desahucio, difícil de evitar porque el propietario no es un gran tenedor. A pesar de ello, María siempre confía en salir adelante: “Nada puede ser peor que lo que viví con él, mis hijos y yo”.

El caso de María no es único, la pandemia nos ha enseñado esa otra sindemia social que parasita los lazos sociales. Las violencias invisibles son poderosas por esa misma invisibilidad, por el aislamiento familiar en el que se realizan. La distancia social aquí protege al agresor y contamina los vínculos familiares. Su hijo pequeño, Erik, me explica sus temores nocturnos, momento en el que el padre, borracho, hacía gala de toda su violencia y crueldad y añade, como deseo: “A mí me gustaría, cuando grita y pega a mi mamá, que se cayeran todas las paredes y que todos lo vieran”. Abrir los ojos, en definitiva.

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