Estrategias para convivir con el miedo

Por José R. Ubieto, psicólogo clínico

 Esta semana se inicia el curso escolar en varias comunidades. La pasada semana empezó en otras. Un curso extraño y sobrevenido a unas circunstancias imposibles de prever.

Nuestros miedos son sus miedos, al menos para los más pequeños, donde los adultos anticipamos el temor. Luego, ellos mismos fabrican su propio miedo y en la pubertad son muy sensibles a los afectos de grupo. Lo cierto es que este lunes pocos niños volverán al colegio con miedo al contagio, la mayoría lo harán con otras preocupaciones: ¿se les reducirá el tiempo de las pantallas, quizás no coincidan en su burbuja con todas sus amigas y amigos, a lo mejor alguien da positivo y tienen que confinarse?…Las inquietudes de cada inicio de curso, agravadas por las incertidumbres nuevas.

Para madres y padres, en cambio, el miedo es más patente, temor lógico y razonable habida cuenta de que el virus sigue allí, sin deadline conocido y sin que nadie pueda ofrecer garantías fiables. Si a eso sumamos la confusa planificación, el miedo se expande y contagia.

Se trata, para todos, de volver a la vieja normalidad escolar –suspendida en marzo–, pero con las reglas e incertidumbres de la nueva. Algo no encaja en ese puzzle y el miedo es su indicador más claro. En la palabra miedo ya se cristalizan temores diversos: al contagio, a los ­efectos posteriores, a la conciliación familiar, a las pérdidas por venir, a los confinamientos imprevistos. El miedo es el resto de la angustia que la promesa de la nueva normalidad y sus protocolos no han podido absorber. Hemos surfeado el verano y sus brotes, pero ahora llega la hora de la verdad y el afecto del miedo nos lo recuerda.

¿Cómo hacer? Un niño nos lo explica, en una frase que le dice a su tía a la que le pide en la cama que le hable en medio de la oscuridad: “Hay más luz cuando alguien habla”. Esta anécdota, relatada por Freud, nos enseña que, si bien el miedo y su oscuridad no desaparecen de la vida de los niños, hay fórmulas para hacerlo soportables. Se trata, pues, de trazar algún límite que sirva de referencia, la palabra sin duda es uno importante. Hablar con los hijos/as de estos temores y de las medidas previstas es un primer paso. Eso ayuda a servirse activamente del miedo como un elemento de protección del peligro, en lugar de sufrirlo pasivamente como fuente de inhibición.

Otra estrategia para acotar el miedo y ponerle balizas es crear algún ritual. Es la función que tienen esos circuitos escolares del hidrogel, la temperatura, las señales, la mascarilla y los protocolos diseñados. Las ceremonias –empezando por las funerarias– siempre introducen una marca simbólica que nos conforta porque se acompañan de la presencia del otro, frente a uno real (muerte, enfermedad) que nos sobrepasa.

Un tercer antídoto para no sucumbir ante el miedo es disfrutar de todo aquello que nos gusta, no ceder en el deseo del encuentro con los otros y en las actividades placenteras, con las medidas ne­cesarias. El miedo y la culpa en­gordan con la renuncia, es una paradoja de nuestra condición humana.

Finalmente, pero no menos importante, confiar en las invenciones de niños/as y adolescentes, apostar por que ellos sabrán cómo tratar esos temores. Para eso juegan, mueren y matan, hasta resucitar cien veces en la Play. O crean sus propias coreografías en Tik-Tok con sus avatares y desparpajo. O cuelgan sus stories en el Insta y esperan comentarios del grupo. No es solo entretenimiento, es sobre todo un tratamiento de sus preocupaciones, una elucubración sobre su lugar en el mundo y lo que cuentan para los otros, una recreación de miedos irrepresentables de otra manera. El juego es su vacuna más segura frente a los miedos.

Pocos niños volverán al colegio con temor al contagio; la mayoría lo hará con otras preocupaciones.

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