¿En qué confían estos jóvenes?

José R. Ubieto, psicólogo clínico

Todos necesitamos creer –y confiar– en algo y en alguien que dé sentido a nuestras vidas. Por eso, Lacan señalaba que todos somos religiosos, incluso los ateos. La religión (cualquiera de ellas) es la gran máquina productora de sentido (re-ligare), de ahí su permanencia. Sus formas varían con el tiempo y encuentran sustitutos, nuevos iconos elevados a su condición cuasi divina: Nike, Apple, Versace… Los gadgets tienen sus propios templos a los que acuden sus devotos, sin distinción de clase, cultura, sexo o edad. No es casualidad que sean algunas de estas marcas las más solicitadas en los altercados urbanos.

La creencia en las instituciones tradicionales hace ya tiempo que está en declive. Si estos días gritan su malestar en las calles es porque ya no confían en que sirva de mucho hacerlo en el Congreso. Una de las pancartas lo decía claro: “Nos habéis enseñado que ser pacíficos es inútil”. Son descreídos y desconfiados en todas esas voces que forman parte del sistema, incluidas las que lo critican más abiertamente. Tienen nuevos profetas, entre ellos personajes como Hasél, quien proclama rapeando su “verdad objetiva en medio del reino de la mentira”. Su propuesta eleva el odio a estrategia de lucha: “Quienes nos condenan olvidan que después de muertos seguiremos siendo su pesadilla. Masas enfurecidas los lincharán…”. Polémico, uno de sus raps contiene todos los ingredientes de una nueva fe (y sus paradojas): provocación, desafío del lenguaje, autenticidad, rabia.

La covid agrava las desigualdades sociales, mostrando las costuras del sistema a cielo abierto: paro, familias desahuciadas, corrupción, disputas políticas poco ejemplares. Si añadimos la angustia cada día más sentida por muchos jóvenes acerca de su no future (las cifras de paro y emancipación son evidentes), el estallido de ese odio atiza el fuego junto a otras razones que confluyen (goce en la destrucción, robos). Claro que es una falsa salida –rechazable– y no hay relación directa causa-efecto, puesto que siempre hay que consentir en lo que se elige, y de eso somos responsables; pero sería un error ignorar esos condicionantes y su denuncia. “Jóvenes o policía” es un falso dilema. Cuando has trabajado con adolescentes, aprendes que no siempre lo más espectacular es lo más grave y que ellos y ellas nunca bailan a nuestro son ni comparten nuestros sueños. Nos despiertan, más bien, como en una pesadilla. La cuestión es si vamos a volver a dormirnos, para no querer saber hasta la próxima, o vamos a encontrar una fórmula conjunta para que sus sueños y nuestro deseo de acogerlos no ardan también en el fuego de esas hogueras.

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