COVID-19 y Gripe la convivencia inevitable

Por Raúl Ortiz de Lejarazu Leonardo. Profesor de Microbiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Valladolid.

Desde que el 31 de diciembre de 2019, China notificara al mundo y a la OMS los casos de neumonía producidos por un coronavirus previamente desconocido, llamado finalmente SARS-CoV-2 por su proximidad filogenética con el SARS de 2003, la enfermedad que causa denominada COVID-19 no ha cesado de hacer estragos. Las últimas cifras (1 de diciembre de 2020) muestran que alrededor de 60 millones de personas han sido infectadas en todo el mundo, con cerca de 1,5 millones de muertes.

Esta es la primera vez que la humanidad hace frente a una pandemia por coronavirus y las anteriores experiencias pandémicas lo han sido con distintos subtipos de virus de la gripe A (gripe Española en 1918 (H1N1), gripe Asiática en 1957 (H2N2), gripe Hong Kong en 1968 (H3N2) y Gripe A (H1N1) en 2009). A diferencia de la gripe en la que al cabo de dos o tres ondas epidémicas en el trascurso de 10-12 meses, el virus se estacionaliza y pierde su original pandemicidad, en los coronavirus este aspecto no se conoce con la misma certeza por lo que las comparaciones que se han hecho con la Gripe adolecen la mayoría de las veces del rigor cientifico necesario. Pocos conocen que la gripe estacional es responsable cada año de una cantidad de casos equivalente a una cifra ligeramente inferior a la población de China. Las hospitalizaciones que causa la gripe equivalen a la población de toda la comunidad de Madrid y las muertes mundiales directa o indirectamente estimadas por gripe de cada año corresponderían a los habitantes de ciudades como Valladolid o Zaragoza. Las tasas de mortalidad son inferiores a las de la COVID-19 pero aun así suponen una sobrecarga importante para el sistema sanitario.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) designó a la COVID-19 como una “emergencia de salud pública de importancia internacional” el 30 de enero y declaró la alerta pandémica el 11 de marzo. Han trascurrido más de 11 meses desde la aparición del nuevo coronavirus y nueve desde la alerta pandémica, y el horizonte ante la humanidad dista de ser adecuadamente predecible y mucho menos se atisban signos en la infección que permitan aventurar una desaparición similar a la que ocurrió con el SARSCoV1 en 2005. La pandemia ha seguido cursos muy distintos en los diferentes países y continentes, resaltando en este panorama mundial la contención lograda en los países de Asia y Oceanía, incluidas Australia y Nueva Zelanda que contrasta con el fracaso en EEUU y Europa. En estos dos últimos continentes, con diferentes perfiles, a la primera onda se siguió un periodo de relativa mitigación en verano, mucho más importante en Europa que en EEUU, probablemente influido por el uso político y la división social con tintes de negacionismo o de minimización de su importancia sanitaria al coincidir con las elecciones presidenciales americanas. El hecho cierto es que ambos continentes han experimentado un rebrote de casos que ha necesitado de medidas extraordinarias como las que se aplicaron al inicio, demostrando así que el virus no desaparece de entre nosotros debido a tres elementos claves de su epidemiología: las cadenas silenciosas de transmisión, la existencia de alta proporción de portadores asintomáticos y eventos superdifusores del contagio como resultado de la suma de lugares en los que es más fácil la transmisión (bodas, banquetes, botellones, etc.) e individuos más excretores e infectantes.

Ni el verano hace desaparecer el virus, ni la inmunidad de grupo se puede adquirir mediante los contagios naturales. La cifra de enfermos, hospitalizados y fallecidos resultaría inaceptable. Es probable que los políticos que optaron en un inicio por esa opción la entendieran con la simpleza que a veces ha caracterizado sus decisiones sin tener en cuenta que la inmunidad colectiva se alcanza por la “inmunización colectiva” no por la infección colectiva natural. Exactamente igual que se hace con el sarampión, la tosferina o la difteria para las que disponemos de vacunas de efectividad superior al 95 %, pero que exigen coberturas por encima del 90 % si se quiere evitar la posibilidad de brotes entre la población no vacunada.

En este panorama hay otros virus respiratorios que llevan mucho tiempo infectando de manera eficaz a los “sapiens”. Dos ejemplos distintos, el virus respiratorio sincitial (VRS) y los de la Gripe, ilustran bien los conceptos anteriormente señalados. El VRS es responsable del 50 % de las neumonías en niños de más de 2 años que requieren hospitalización. Es un virus ARN muy estable en sus dos variantes A y B que no muta en sus proteínas inmunodominantes. No existe por ahora ninguna vacuna eficaz, sin embargo, las sucesivas reinfecciones naturales hacen desarrollar un estado semirefractario a la infección grave que se pierde con la senescencia del sistema inmune. El VRS es probable que lleve circulando más de 10000 años entre nosotros por lo que no podemos esperar tanto tiempo con el nuevo coronavirus.

Los virus de la gripe constituyen otros viejos conocidos de los “sapiens” por lo menos desde la Grecia hipocrática y representan el paradigma de la variabilidad. Sus mutaciones hacen que la vacuna no sirva de un año para otro y que enfermemos al menos tres o cuatro veces por gripe a lo largo de nuestra vida y en algunos casos el resultado pueda ser grave o mortal. Poca gente conoce que la tasa de hospitalización de niños de menos de 2 años es igual o superior a la de mayores de 65 años o individuos con patologías crónicas subyacentes. La OMS recomienda la vacunación de los niños desde el año 2012 sin que esa recomendación haya tenido mucho eco hasta ahora. Los niños infectados por virus de la Gripe son muy infecciosos durante largo tiempo ya que eliminan mucha más carga viral y durante varias semanas mientras que los adultos sólo son infecciosos 3 – 4 días después del inicio de síntomas y 24 horas antes de estos. Este hecho en los niños no es igual en la COVID-19, de hecho, los artículos publicados hasta ahora han demostrado un papel transmisor de los niños menor al de los adultos sin que haya superdifusores del SARS-CoV-2 como los hay de gripe. Por tanto, los niños sí actúan como supertransmisores en la gripe, pero no con el nuevo coronavirus. En los últimos meses han aparecido diferentes artículos que relacionan la vacunación anual de gripe con una menor susceptibilidad a la infección por SARS-CoV-2, menor mortalidad o gravedad, relacionada con un “entrenamiento” de la inmunidad innata inducida por la vacuna gripe.

Independientemente de la confirmación de esos hechos, la pregunta del millón ¿qué puede suceder con la gripe y la pandemia de COVID 19? no tiene clara respuesta. A tenor de lo ocurrido en el hemisferio Sur podría ser que la intensidad de la epidemia estacional de gripe fuera mucho menor. En todo caso tendremos que vigilarla y en muchos países europeos, incluida España, la vigilancia de gripe como otras prestaciones sanitarias ha sufrió una importante disrupción. Países como Australia, Sudáfrica y Chile han cerrado su temporada de gripe, que allí ocurre en nuestros meses de verano, con cifras ridículas de casos e incidencia. Varias circunstancias pueden haber contribuido a ello, en primer lugar, las medidas de protección individual y de distanciamiento social que frenan la difusión de la COVID-19 funcionan eficazmente contra la gripe. Esta enseñanza es muy importante y debería pasar a formar parte de la protección futura de personas vulnerables cuando desaparezca la etiqueta obligatoria de mascarillas. El número reproductivo básico (R0) de las Gripe es dos o tres veces inferior al de la COVID-19, así que lo que detiene la COVID-19 detiene también la gripe y por extensión otras infecciones víricas respiratorias. En segundo lugar, la vacunación reforzada y aumentada de gripe, junto con el cierre inicial de colegios en los países del Cono Sur ante la llegada de la primera onda, pudo suponer un freno importante para la difusión de la onda estacional anual de gripe en los países del Cono Sur. Por último, no se debe descartar un posible efecto de “interferencia” vírica descrito entre otros virus y la gripe, que puede resumirse con una frase popular y es que los virus como los bomberos “no se pisan la manguera”. Dicho de otra manera, las epidemias de virus respiratorios anuales no coinciden exactamente en el tiempo, algo que se observa en cualquier laboratorio de microbiología hospitalario.

Pronto dispondremos de vacunas frente a COVID-19. Independientemente de la eficacia y efectividad que tengan, es posible que no sean esterilizantes, es decir, que eviten el estado de portador del virus, algo que se suele conseguir con la administración de vacunas atenuadas que tardarán más en aparecer. Por otra parte, las vacunas de gripe actuales distan de ser perfectas o 90 % eficaces, pero son la mejor medida para prevenir la gripe. Por tanto, el horizonte futuro que se nos plantea incluso con la existencia de vacunas para ambos es una convivencia necesaria del virus SARS-CoV-2 y de los virus de la Gripe. Las cosas no suceden siempre de la misma manera, este invierno no tiene necesariamente porque ser igual al próximo y no existe ninguna razón científica que nos incite a pensar en una desaparición de alguno de los dos virus. Por tanto, tendremos que convivir con ambos y protegernos de los dos en el futuro. Las vacunas jugarán un papel muy importante.

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